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Son cosas que suceden

Son cosas que suceden. -

Qué raro es el ser humano, si pudiera entender qué me pasa piensa Javier Ortega mientras camina por la costa.

Desde pequeño tiene la sensación de que sus manos no corresponden a su cuerpo, están en él pero muchas veces sospecha que pertenecen a un extraño. Por más que se esfuerza en comprender qué ocurre, no logra saber si es que ellas lo obligan a robar y a ser grosero con las jóvenes que se le acercan, o es su mente la que les ordena apropiarse de lo ajeno y comportarse de manera vulgar.

Su descontento hace que como en estos momentos, cuando toma conciencia de sus actos, manifieste su pena y las culpe entre dientes, y es entonces cuando le parece oír:

—Javier nos pertenecemos. ¿Te acordás de todo lo que hicimos por vos? ¿Y ahora te arrepentís de nuestros servicios?

Al escucharlas enardecido, refuta:

—Me van a volver loco, déjenme tranquilo —y sigue andando en dirección al río.

Tiene veintiocho años, acaba de recibirse de mecánico dental y goza de una holgada posición económica. Es lo que se dice «un buen candidato» para cualquier muchacha con intenciones de iniciar una relación seria. Sin embargo está seguro de que muchas huirían despavoridas si conocieran su secreto. Si mal no recuerda desde muy chico le gusta hacer todo aquello que está prohibido o es peligroso. De pronto viene a su memoria que a los tres años, mientras su madre preparaba el desayuno, había acercado su mano derecha al fuego para experimentar. Poco después estuvo a punto de morir electrocutado por tironear del cable de una lámpara. Y son siempre ellas las que dirigen la batuta. Pensativo vuelve a mirarlas y murmura:

—Creo que hubiese sido mejor quedarme sin ustedes.

—¿Qué harías sin nosotras?, no seas desagradecido. Al fin y al cabo no matamos a nadie.

Su confusión es tal, que esas palabras son suficientes para tranquilizarlo, mientras continúa caminando lentamente rumbo al centro de la ciudad. En el trayecto ve a un ciego mendigando; le da unas monedas y ellas se quedan con parte de su limosna. Las muy cretinas ríen a carcajadas y desencadenan la reacción de Javier; quien un rato después, arrepentido, vuelve al lugar. Pero es tarde, el hombre ya no está ahí. Sin saber qué hacer él sigue andando hasta que la luna sale redonda y roja. Recién entonces vuelve a su casa.

—No tienen piedad —repite mientras las golpea violentamente contra la pared de su dormitorio.

Es entonces cuando nuevamente sus manos, insolentes, parecen exclamar:

—Basta de lastimarnos porque sino mañana nos declaramos en huelga.

—No me asustan, de ahora en más no voy a tener escrúpulos en castigarlas hasta que caigan moribundas cada vez que se apropien de lo ajeno.

—No seas leche hervida. ¿Se puede saber por qué insistís en culparnos en lugar de preguntarte qué fuerzas obran, para que actuemos de tal o cual manera?

Siente por primera vez que ellas tienen razón y dolorido admite que sin falta debe consultar a un médico. Dos días más tarde, arregla una entrevista con la doctora Guevara. Frente a ella, en el silencio del consultorio, le cuesta hablar. Cuando la profesional le dice que comience, baja la cabeza, deja caer los brazos sobre sus rodillas, traga saliva y después de unos segundos exclama:

—No se me ocurre cómo decirlo, pero lo cierto es que no puedo evitar que mis manos roben. Al principio era solamente la derecha y durante la noche, pero en estos momentos adquirieron tal habilidad, que se complacen en hacerlo cualquiera de las dos y sin importarles la hora. Se adueñan de lo ajeno, sin mirar de quién se trata.

—Nuestros brazos y manos actúan por nosotros, nosotros decidimos. ¿En realidad cree que ellas hacen cosas que usted no quiere?

A coro al oírla las dos manos exclaman:

—¡Qué petulante! ¿No pensará conquistarnos con tan poca cosa? Ya vamos a demostrarle quienes somos.

Ortega las pellizca a la par que contesta:

—Por supuesto que son ellas las culpables. Siento que son ajenas a mí, que se encuentran en mi cuerpo sin ser parte de él. Yo las recrimino... pero ellas son tan persistentes. A veces siento que me acosan y me avergüenzo de lo que hacen, pero no puedo evitarlo.

—¿Recuerda qué edad tenía la primera vez que robó?

—Siete años. Estábamos con mi madre en el kiosco, yo quería comer un alfajor de chocolate y ella no quiso comprármelo porque en un rato teníamos que cenar. Entonces sin que nadie se diese cuenta mi mano derecha sacó uno, lo guardé en el bolsillo de la campera, y al llegar a casa mientras mamá preparaba la comida, me encerré en el baño y lo devoré.

—¿Qué hizo que continuase?

—No sé, sólo sé que ellas me hacen perder la cabeza. Vuelan como si estuvieran endemoniadas a los bolsillos de la gente, a sus carteras,... Tengo miedo, a veces sueño que estoy a punto de ser descubierto. El sólo pensar en la reacción de mis familiares y amigos me desespera, pero después me olvido y todo sigue igual.

La doctora Guevara lo escucha atentamente durante veinte minutos y finalmente le dice:

—No hay nada que temer, pero es necesario que entienda que el problema que usted tiene radica en su mente, no en sus manos. Sería muy interesante que me contara algunas vivencias de su infancia.

—Insiste la zalamera con sus lisonjas —vuelven a replicar al unísono las manos.

Javier las retuerce con fuerza hasta hacerlas callar y se queda un largo rato pensando; un escalofrío recorre su cuerpo, entonces en voz baja dice:

—Cuando nací mis padres ya tenían dos hijos varones y querían una mujer; eso hizo que no se emocionasen con mi llegada. Yo siempre sentí que hacían diferencias. Eso me angustiaba y en mi afán de hacerme notar cometía todo tipo de travesuras, entonces me pegaban con una varita en las manos...

La primera sesión termina con un «nos vemos el próximo miércoles». él se marcha haciendo grandes esfuerzos por creer que lo que le dice la psicóloga es cierto y que debe dominarse. Pero hay algo dentro suyo que le hace presente, que por más que lo intente no podrá someter jamás a ese par de desvergonzadas. Ellas, como si adivinaran sus pensamientos, burlonamente le dicen:

—Es nuestro modo de ser. Esa gracia de la cleptomanía es muy nuestra, ni se te ocurra querer cambiarnos. Si esta vez no te ahuyentamos a la dama como en otras oportunidades, es porque sabemos que no es tu tipo. ¡Pero ojo!, que todavía estamos a tiempo.

Sabe que no mienten. Otra de las especialidades de las licenciosas, consiste en hacerlo quedar mal con las muchachas que son de su agrado. Hasta que no logran que lo rechacen con un “guarango” o “toquete inmundo” no paran. Por esa razón acuerda con ellas no decir nada en la sesión sobre ese tema, a cambio de que se comporten con mesura.

A esa reunión se suceden muchas más durante seis meses aproximadamente, momento en que el joven debe irse por razones de trabajo al exterior.

El último día, la mano derecha está tan contenta de que termine esa fantochada, que antes de entrar al consultorio promete a su compañera hacer algo que avergüence a Javier lo suficiente, como para que no regrese nunca más. Éll escucha la conversación e intenta reprimirlas a la par que les recuerda el trato que han hecho, pero es imposible. Están totalmente desenfrenadas y dispuestas a entregarse al libertinaje. Poco después, mientras la doctora Guevara se dispone a darle las últimas recomendaciones, las muy indecentes comienzan a burlarse de la mujer por medio de todo tipo de pantomimas. Se elevan en el aire, vuelan precipitadamente por encima del escritorio que las separa de la enemiga y sin miramiento se arrojan con violencia sobre ella, hacen saltar algunos botones de su blusa y la abren. Le bajan el corpiño, la pellizcan y recién entonces se apaciguan.

–¿Qué hace Ortega, se ha vuelto loco?, –exclama ella despavorida.

No puede evitar ponerse colorado ante la falta cometida por sus obscenas extremidades, y tartamudeando dice:

–Discúlpeme. ¿Qué quiere que haga? Juraron que me iban hacer pasar un papelón.


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