"Hierba marchita"
Hierba marchita.-
“No quiero con esto justificar todo lo sucedido, sino simplemente apuntar que lo que pasó en Malihuel, pasó en el país”. (El secreto y las voces- Carlos Gamerro)
Presintiendo que le queda poco tiempo de vida Benita pide que llamen al nuevo párroco. El religioso acaba de llegar de Somalía, tan solo lleva dos semanas viviendo en Lagunillas pero sabe que es una mujer mayor, muy querida por sus vecinos y que puede morir de un momento a otro. Desde aquel lejano mil novecientos setenta y tres en el que se fue, pasaron treinta y dos años…
Ella está esperándolo en su habitación, se la nota agitada, tiene la piel amarillenta y la cabeza pelada. Hace seis meses que su enfermedad la obliga a permanecer en cama y le preocupa confesarse lo antes posible. Al verlo se siente aliviada y con voz temblorosa le dice:
—Bienvenido padre Juan, creí que no iba a tener tiempo para conversar con usted. —Empezar a hablar le resulta difícil; no puede evitar llorar.
—Tranquilícese, ¿quiere un poco de agua?
—No, necesito contarle algo.
El cura la mira con atención, limpia sus anteojos con un pañuelo y sonriendo dice:
—Estoy para escucharla, hable con tranquilidad.
Benita cambia de posición, mueve sus piernas, acomoda la cabeza sobre dos grandes almohadones y tomando la Biblia que está sobre la mesa de luz, apresurada y sin orden, empieza su relato:
—Me siento culpable de lo que le ocurrió a Fernando. Todos sabíamos qué le había pasado a la pobre Griselda, pero cuando él quiso conocer quién era esa muchacha, lo engañé. Fue para protegerlo, si hubiese sabido cómo iba a terminar todo, le hubiera dicho la verdad.
Juan se acerca, le toma las manos y le pide que comience por el principio. Se hace un silencio y luego la mujer murmura:
—Fernando llegó a Lagunillas a principios de los ochenta con idea de pasar sus vacaciones. Me parece verlo, estudiaba arqueología, era joven y muy alegre... Se alojó en la pensión que yo tenía por aquel entonces y después de algunos días comenzó a interrogarme con insistencia por Griselda. Le llamaba poderosamente la atención que todas las tardes a la misma hora, ella diese vueltas alrededor de nuestra pequeña plaza, mascullando frases inentendibles.
—¿Y usted qué le dijo?
—Lo mismo que le hubiese dicho cualquier otra persona del pueblo que se animara a hablar; que Griselda había llegado al hogar de doña Catalina, una curandera dedicada tiempo atrás a sanar a la gente del pueblo, diciendo ser su sobrina nieta, y la anciana la había recibido en su casa a pesar de su desconfianza…
El cura percibe que la narración va a ser lenta.
—¿Por qué la desconfianza?
—Cata, así la llamábamos, recordaba que su única sobrina, muerta ya para ese entonces, tenía una hija. Ella sólo la había visto en dos o tres oportunidades cuando era muy pequeña y se resistía a creer que fuera esa hermosa muchacha. Si su memoria no la engañaba, esa esbelta y rubia jovencita que se había presentado alegando su parentesco, de niña era regordeta, bajita y de facciones no muy agraciadas. Su pobre sobrina solía inclusive lamentarse al pensar que de grande su hija no sería nada bonita. Sin embargo Griselda poco a poco logró convencerla de los lazos familiares que las ligaban y así fue que Cata la aceptó en su casa y ella comenzó a ayudarla en sus trabajos.
Una mucama golpea la puerta y cuando Benita la autoriza, entra y les sirve el té. La anciana sólo toma unos sorbos. El cura bebe lentamente y piensa en lo crédula que es la gente. De todas maneras, interesado en ayudar a la anciana, retoma la conversación y pregunta:
—¿Vive Catalina?
—Existió, pero está muerta. Solía realizar largos viajes durante los cuales se trasladaba a un lugar lejano donde, según ella, adquiría fuerzas que le permitían conectarse con sus pacientes y sanarlos cualquiera fuese la distancia. Por eso no nos extrañó cuando un día de aquella primavera del setenta y siete, al preguntar los vecinos por Cata, su sobrina respondió que había emprendido uno de sus famosos viajes. Ese día, toda la hierba de nuestra ciudad apareció marchita. Nadie podía explicar la razón, ni qué medidas debían tomarse para solucionar el problema, y la ausencia de Catalina nos alarmó, pero decidimos esperar su regreso. Ella como de costumbre sabría qué hacer. Sin embargo el tiempo fue pasando, las plantas no recuperaban su lozanía y Catalina no regresaba. Se empezó a murmurar que Griselda, que por ese entonces ocupaba el lugar de su tía, aunque con muchos menos conocimientos, la había asesinado para quedarse con sus bienes y riquezas.
El padre Juan se impacienta por saber qué relación hay entre la historia de las dos mujeres y Fernando.
—¿Es cierto que la mató?
—Griselda es inocente, pero alguien la mató. De eso nos enteramos después.
—Siga, siga por favor.
—Su cuerpo nunca apareció. Pasaron unos dos meses y todo seguía igual, hasta que una mañana en la calle, se escucharon ruidos provenientes de la casa de Cata. La gente se dirigió a lo de la curandera pensando que por fin había regresado pero se encontró con una Griselda delirante, a los gritos, que se arañaba y miraba todo lo que había a su alrededor, sin que nadie la pudiese entender. La joven se había vuelto loca, y en el pueblo en un principio se rumoreó que quizás su tía la había maldecido antes de morir, haciéndole perder la razón por haberse adueñado de lo suyo. —Después de esas palabras, como si adivinase lo confundido que estaba el religioso, la mujer aclara—: Esta es la versión que yo le conté a Fernando, pero sabía que estaba mintiendo.
Deja de hablar y clava sus ojos en el techo de la habitación, como si estuviese buscando a alguien para pedirle perdón. El sacerdote tiene la certeza de que el dolor que le produce sentirse culpable de lo ocurrido al muchacho la hace dar vueltas en torno a la cuestión, por eso espera paciente que se calme. Ella saca un pañuelo perfumado, lo pasa por su frente y continúa:
—También le dije, y me arrepiento, que un año después de su desaparición se había empezado a hablar de una extraña mujer de unos ochenta años, con grandes poderes, que vivía a varios kilómetros de distancia, donde la yunga se une con las tierras rojas. Al parecer había salvado a la gente del lugar de la hambruna, convirtiendo los insectos en manjares; y la mayoría creía que se trataba de doña Cata, quien había salvado milagrosamente su vida.
En tono comprensivo al notar la intranquilidad de la anciana, el cura le pregunta:
—¿Cuál es la verdadera historia? ¿Por qué le mintió?
El corazón de Benita late fuerte y cada vez más rápido. Permanece un segundo callada y luego con voz temblorosa responde:
—Bueno los pobladores de Lagunillas después de la desaparición de Benita y de lo que le había ocurrido a Griselda hicimos un pacto de silencio. Habíamos oído que cosas parecidas sucedían en otros lugares, pero no éramos capaces de aceptarlas y mucho menos de enfrentarlas y denunciarlas, por eso juramos callar y hacer circular la historia que le conté. Nos pareció que si hablábamos ellos iban a volver y…
—¿Es ese secreto el que usted quiere confesarme?
—Así es padre, necesito hacerlo antes de morir, no puedo más. La verdad es que Catalina se había ido de viaje, pero no precisamente para cargarse de energía, sino para atender a los jóvenes que luchaban contra la dictadura y se ocultaban en medio de los montes, todos lo sabíamos. Pero en esa oportunidad las cosas salieron mal; las autoridades la tomaron prisionera y posteriormente la asesinaron, enterrando su cuerpo y el de los otros detenidos. Luego un grupo de desconocidos se dirigió a su casa, se apoderó de todos sus bienes, de las armas y de la documentación que guardaba. La pobre Griselda, violada y posteriormente amenazada, enloqueció, por eso la dejaron viva.
—No logro entender nada. ¿Cómo continúa la historia?
—Los meses siguientes fueron un infierno. Hubo actos intimidatorios y secuestros; y el pueblo entero, para salvarse, comenzó a hacer circular la fantasiosa historia que le conté, por eso no le dije la verdad a Fernando.
El padre Juan no puede concentrarse como desea, está fatigado, le dice a Benita si quiere descansar un momento, pero ella prefiere seguir hablando, entonces él se levanta, camina unos segundos por la habitación antes de volver a sentarse y luego le pide:
—Volvamos a Fernando, cuénteme qué le ocurrió.
Benita se tapa la cara con las manos, recuerda aquella noche terrible y no puede contestar.
—Le hará bien confesarse.
Ella se acomoda en la cama, le hace señas para que se acerque un poco más, y le dice que Fernando no quedó convencido con lo que le había dicho y durante todo el tiempo que permaneció en Lagunillas, interrogó a varias personas. Le llamaba la atención la tristeza de sus habitantes, lo esquivos que eran, y que coincidentemente con la muerte de Catalina, la alegría y el esplendor se hubiesen ocultado detrás de los montes y solo quedaran algunos pocos vestigios de la hermosura y fuerza de la vida anterior del pueblo. Ese cambio se percibía.
Las palabras que pronuncia se interrumpen cuando se escucha el crujido de la silla en la que está sentado el padre Juan, pero es solo por un momento.
—Una tarde me dijo, «Sabe Benita, sospecho que usted y sus vecinos esconden algo. Cuando pregunto ciertas cosas, todo es silencio y apatía. Parecen temer que vaya a ocurrir alguna desgracia si hablan...»
La anciana parece esforzarse para seguir, mira al párroco como si quisiera hacerle entender lo difícil que le resulta, bebe agua y después dice que el poblado donde supuestamente vivía la mujer que al inicio algunos sostenían era doña Catalina, queda a orillas del Río Yavi, cerca de la zona en que antiguamente las familias adineradas habían construido túneles para contrabandear esclavos, y que ahí había ido Fernando haciendo caso a sus dichos.
—¿Puede darme algún otro dato sobre el lugar? –pregunta el religioso.
—Queda cerca de La Quiaca… Al llegar vio unas pocas casas de adobe, calles silenciosas y no mucho más. No dudó en que debía preguntar por la curandera, pero ninguno de sus pocos habitantes dijo conocerla. Desilusionado, decidió que por lo menos debía encontrar la zona de esos famosos túneles, y comenzó a caminar en dirección al norte. Poco después, un vagabundo se acercó a él y le indicó que lo siguiera hasta una casona abandonada donde al parecer estaba Cata. Una vez ahí le dijo que debía excavar y salió corriendo del lugar. Fernando hizo caso al desconocido y no tardó en descubrir que había restos humanos.
El sacerdote nota que Benita está sofocada y no puede respirar bien, la ve temblar, percibe que el remordimiento hace que se sienta partícipe de algún delito y eso la está destrozando. Por primera vez está seguro que no está delirando.
—¿Qué hizo después el joven?
—Resolvió entonces dar aviso a las autoridades, y mientras duraba la investigación, se alojó nuevamente en mi pensión.
Se hace un profundo silencio durante el cual el cura piensa en el horror y la desesperación de la pobre gente que no vio mejor solución que callar para pasar inadvertida. La mujer reinicia su relato hasta el final, y él le escucha decir, que contrariamente a lo que se había prometido el pacto se rompió y en el pueblo se comenzó a murmurar que se habían encontrado los restos de la curandera y de otros asesinados. Que la noticia los había entristecido tanto que fue imposible quedarse callados; las autoridades prohibieron llevar a cabo excavaciones y todo terminó en la trágica madrugada en la que Fernando apareció muerto en su habitación.
—Se quiso hacer creer que era un suicidio, pero sabíamos que no era verdad. Yo los oí cuando entraron por la puerta de atrás, pero me hice la dormida... Desde ese día el terror se apoderó de todos nosotros, y cada vez que se nos interroga sobre lo ocurrido, enmudecemos o decimos no saber nada. Trastornada por la culpa, cerré mi pensión. Pero sabe una cosa padre, estoy arrepentida. Creo que al guardar silencio cometimos un error y necesito pedir perdón.
Los ojos de Benita se cierran lentamente, el cura siente que el pulso se le apaga y piensa que quizás ahora, Dios devolverá a Lagunillas el verdor de la hierba que años atrás se marchitara.