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¿Qué está pasando?

¿Qué está pasando?

Acá en el jardín, ellos no se quedan quietos. De nuevo tomaron la costumbre de acometer… Al borde del vergel una flor amarilla…

En el medio está él, sereno; con sus enormes orejas, su mirada penetrante; lleno de patas. Se me ocurre que vino de lejos.

Yo los miro a todos desorientada, es como si ellos también me mirasen.

¿Quiénes son, sabandijas del demonio acaso? Imagino cosas muy extrañas. Entonces empiezo a caminar rumbo a la casa, y cuando llego, descanso en el viejo sillón de mimbre que hay en el porche. Siento que algo anormal está pasando. De golpe intento hacer memoria, recuerdo la noche en que arribaron por primera vez por el camino largo. Una imagen aparece en mi mente, la del momento en que decidí salir a pasear y los vi en medio de las sombras. Creí que estaban atacando las plantas y huí espantada. Consulté enciclopedias, libros y, siguiendo sus instrucciones, utilicé trampas de todo tipo para eliminarlos, pero no hubo caso, no eran como los otros de su especie, éstos eran invencibles. Compre entonces un armadillo edentado, de pálido color rosado y pelos blancos en el vientre, una serpiente que sólo come gasterópodos y una cerda salvaje, y los solté en medio de la floresta. Estaba segura de que entre todos ellos, los devorarían hasta exterminarlos. La primera noche me costó dormir; se me había metido en la cabeza que, en lugar de comérselos iban a despacharse las plantas. Al otro día me levanté muy temprano, fui a verlos y descubrí que mis tres adquisiciones estaban peleándose, pisoteando mis pensamientos. Los nervios me traicionaron y me desmayé. Aunque era de día las estrellas titilaban a mi alrededor, oí voces humanas que me llamaban desde el más allá. Fue horrible. Cuando me desperté, la abuela caminaba de un lado a otro de la habitación, afuera reinaba la calma. Con ella estaba el médico.

—¿Qué pasó? —fue lo primero que pregunté.

—Dos hombres jóvenes te encontraron tirada boca abajo, en medio de los árboles que circundan el sendero que lleva a la ruta… — fue la respuesta que me dieron.

Cuando les conté lo ocurrido, por más que me esforcé en describir los acontecimientos con lujo de detalles, afirmaron que mis creencias eran ilógicas y erróneas. Entre los dos me convencieron de que había perdido el conocimiento, y como fruto de ese contratiempo había sufrido una pesadilla, algo así como un delirio. Yo los miraba de reojo, pensativa. Recuerdo que de pronto les dije:

—¿Saben una cosa? La culpa es de los gasterópodos.

—Tratá de dormir un rato, te va a hacer bien. Después hablamos —dijo el doctor y me dio a tomar un medicamento.

La abuela prefirió quedarse callada.

El sueño por fin llegó y abrió ante mí un inmenso cielo negro, tenebroso. Me vi reparando en el blancor siniestro de los helechos… Cuando desperté me vino a la memoria lo que me habían revelado sobre que los sentidos me habían engañado y qué se yo cuántas cosas más, pero ya nada de eso me pareció acertado y disentí con lo que había admitido. ¿Por qué? Porque nada justificaba que me hubiese desvanecido y mucho menos que hubiese sufrido un desvarío. Como alucinación si bien no podía negar que lo sucedido había sido anormal, inexplicable, yo lo sentía real, innegable. Todavía olía los hedores diseminados por los animales en plena lucha y oía sus indómitos rugidos… Sin decir nada recorrí otra vez los mismos lugares pero todo se presentó como de costumbre. No divisé ningún rastro de los gasterópodos, el armadillo, la chancha y la serpiente y terminé convenciéndome de nuevo de que había sufrido una pesadilla. Durante mucho tiempo pensé si ese sueño no sería profético, pero ningún indicio respaldó mi reflexión. Mi psiquiatra trató de convencerme y en parte lo logró de que tenía que salir más con mis amigos, ir a un gimnasio y no quedarme tanto tiempo sola, que eso me iba a ayudar. Sin embargo cuando caía la tarde, caminaba buscando a los gasterópodos por el parque, la huerta, el invernadero,… y nada, ya no venían.

Pero las otras noches, en medio de una de mis caminatas, sentí que alguien me acechaba; fue como si un duende sin rumbo siguiese mis pasos, raras sensaciones invadieron mi cuerpo. Me detuve un instante y divisé una lechuza. Creí en una señal… Pensé en regresar a la casa por el camino corto y así lo hice. Fue ahí que los descubrí, volvieron, no sé cómo pero volvieron. No pude creer que fuese cierto, imaginé que otra vez estaba soñando o que había heredado la esquizofrenia de mi madre. Angustiada me pregunté: “¿Qué me está pasando? ¿Lo que me ocurre será congénito o es consecuencia de antiguos sufrimientos?” Pero el remolino de acontecimientos que estalló interrumpió mis reflexiones. Las plantas de repente empezaron a perder sus hojas, caía una, caía otra… Como dije antes, ellos son lentos pero no se quedan quietos. Eso sí, esta vez apareció él para cazarlos y saborearlos. ¿Recuerdan? También les anticipé que a mi parecer vino de lejos. No sé a ciencia cierta quién es. Después de examinarlo mucho, me permito juzgar que se trata de un híbrido. ¿Qué quiero decir? Que según opino el armadillo y la chancha salvaje se aparearon aunque más no sea ocasionalmente y lo engendraron a él. Qué sucedió con la serpiente no lo sé, tal vez al comprender que su amor por el armadillo no era correspondido, el orgullo y la vanidad hicieron que se fuera. Qué hizo que la chancha y el armadillo partieran lo desconozco. Quizás si me atreviese a atravesar el bosque vecino los encontraría; vaya uno a saber.

Lo cierto es que pasado el susto, hoy volví al lugar y ahora, una vez más, estoy frente a este ser desconocido —que para mí decidió retornar a su comarca de origen— y a ellos, los gasterópodos, que me miran suplicantes. Oigo que me dicen:”Somos instrumentos sagrados de los dioses, de la Luna… No nos alimentamos de los sembrados ni de tus plantas, las depredadoras son las hormigas…” Es evidente que no quieren morir, y sin entender por qué me compadezco. Por primera vez siento remordimiento, observo sus cuerpitos de un hermoso color azul, igual al de los pensamientos, y me enternezco. De pronto me confiesan que se devoran las arvejas y la lechuga, sólo eso, y los entiendo, tienen que subsistir. Es como si algo nos conectase, nos hermanara, el híbrido parece darse cuenta de lo que sucede. Recién ahora observo que él también es de color azul y me pregunto si será de tanto comérselos. Boquiabierta comprendo qué está pasando, lento, muy lento me estoy transformando en un gasterópodo y el híbrido espera devorarme. Estoy sola, me invade el pánico, grito, voy a llorar, empiezo a correr… Mi abuela abre la puerta, entro corriendo a la casa y entonces viene gente a mirarme asombrada. De lejos oigo un llamado, cuelgan gasterópodos de cada hoja, de cada rama. Por algún tiempo estoy esperando que acontezca algo fantástico. A mi alrededor todo da vueltas, acto seguido la oscuridad. Pasan segundos, horas, no sé cuánto… En algún momento, aturdida, veo un rayo de luz y escucho que un hombre vestido de blanco dice:

—Atala a la cama.

Una aguja se mete a través de la piel en mi vena, y algo líquido se introduce en mi cuerpo. La última imagen que tengo antes de ahora es la de mi madre volviendo por el sendero, me veo como la niña que fui queriendo huir, sintiendo miedo al ver sus ojos. Todo queda en mi mente fijo como una estampa. La etapa siguiente no la recuerdo. Intuyo que me recibió el silencio. En este momento me siento desorientada, es como si estuviese caminando entre dos mundos ¿Acaso me estaré despertando?

Lydia R. Rabuñal.-

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